EL JARDÍN DE MI ABUELO
En casa de mis abuelos había un hermoso jardín. No era muy grande, pero a mí me gustaba mucho. Mi abuelo pasaba mucho tiempo cuidando las plantas: las regaba, las podaba, plantaba esquejes, las curabacuando estaban enfermas…
Era un gran experto en plantas. Con él, en su jardín, aprendí a quererlas y a cuidarlas. También aprendí a conocer y a querer a los bichitos, sobre todo los insectos, que vivían en aquel trozo de tierra.
El jardín de mi abuelo era como un mundo lleno de aventuras. Todo era posible allí, hasta lo más increíble.
— ¡Mira, Martín! ¡Mira! Es una mariquita de siete puntos. Ten cuidado, ¡no vayas a pisarla! Es muy buena para las plantas porque se come el pulgón. La cogió con mucho cuidado y se la puso en la palma de la mano.
— ¿Sabes que las mariquitas de siete puntos son muy presumidas? —Decía mi abuelo mientras el bichito desplegaba sus élitros y emprendía el vuelo
—. Hace tiempo conocí a una mariquita que todos los días se ponía puntos de un color diferente.
— ¿Qué quieres decir con eso, que todos los días cambiaba el color de sus puntos? —Pregunté con extrañeza—. Los puntos de las mariquitas siempre son de color negro.
— ¡No, Martín, no! Aquella mariquita tenía un armario lleno de puntos de colores y todos los días, cuando se levantaba, decidía, según su estado de ánimo, cuáles se pondría. Si estaba contenta los escogía naranjas o amarillos. Cuando estaba triste, grises o negros. Si estaba muy nerviosa, rojos, y cuando estaba tranquilla, verdes. Antes de escogerlos también pensaba en lo que iba a hacer. Si salía a dar un paseo con su grillo preferido elegía los rosa, que es el color del amor. Si iba a una reunión seria los llevaba lilas y si iba a una fiesta por la noche se ponía uno de cada color, porque decía que quedaba más informal y divertido.
— ¿Quieres decir que hacía como las personas cuando escogemos la ropa antes de vestirnos? — ¡Sí! ¿Verdad que no te pones lo mismo cuando vas a la escuela que cuando vas a jugar un partido de fútbol?
— ¡No, claro!
—Pues la mariquita tampoco.
— ¡Sí, hombre…! ¡Esta historia te la has inventado! —exclamaba yo, y lo miraba incrédulo.
—Lo que te he contado es tan cierto como que dos y dos son siete —decía él entonces, muy serio.
En el jardín de mi abuelo había muchos rosales, de muchas familias diferentes, y él se sabía el nombre en latín de todos y cada uno de ellos, pero a mí me gustaba uno en especial porque sus rosas eran de un color rojo intenso, parecían de terciopelo. Crecía en un rincón escondido del jardín.
Legó el 25 de abril, el día de mi cumpleaños, y lo celebramos a lo grande, con una gran fiesta. ¡De postre, mi madre preparó un delicioso pastel de chocolate! Cuando acabé de soplar las velas, mi abuelo se acercó a mí y me dio un sobre.
—Toma, Martín, es nuestro regalo, de tu abuela y mío. En el sobre había unas bolitas muy pequeñas.
— ¿Qué es eso? —pregunté con extrañeza.
—Son las semillas de un rosal, aquel que tanto te gusta. Ahora es la mejor época para plantarlo. Si quieres, mañana te ayudaré.
Aquella noche dormí poco, estaba impaciente y quería que el sol se despertara pronto. Guardé mi pequeño tesoro debajo de la almohada, bien protegido para que no le pasara nada. Al día siguiente madrugué mucho. Hacía un día fantástico y el sol brillaba con fuerza. Unas nubes blancas salpicaban el cielo y la suave brisa las llevaba de un lado a otro.
Mi abuelo preparó la tierra para plantar las semillas, estaba mojada por el rocío y, al removerla, desprendía un agradable olor a tierra húmeda. Un olor que, cuando se ha olido una vez, ya no se puede olvidar nunca más.
- ¿Sabes, Martín? Las plantas se parecen mucho a las personas. Nacen de una diminuta semilla y necesitan agua y alimento para crecer hermosas. Cuando ya son adultas comienzan a sacar capullos que poco a poco van abriéndose y de ellos salen flores. Cuando las flores se han abierto completamente y muestran todos sus pétalos empiezan a marchitarse, van perdiéndolos uno tras otro y acaban muriéndose, como nosotros.
—Haz un pequeño agujero —dijo mi abuelo—, ahora pon las semillas y cúbrelas de tierra. ¡Éste será tu rosal!
Tienes que cuidarlo mucho. Ya sabes que las plantas, como las personas y los animales, pueden enfermar.
- ¿Te he contado alguna vez la historia de la araña que tuvo una enfermedad muy grave? —Dije que no con la cabeza.
-Pues escúchame bien. »Había una vez una araña que tejía unas telarañas preciosas. Estaba muy orgullosa de sus pequeñas obras de arte. Sabía hacerlas hexagonales, cuadradas, redondas y hasta triangulares. Las hacía de punto de cruz, de ganchillo, de calceta… Algunas, de un hilo grueso, eran muy resistentes. En cambio, las de hilo fino eran muy delicadas. A la araña le gustaba probar cosas nuevas, experimentar, y que sus telarañas fueran originales y únicas.
Y la verdad es que lo conseguía, le salían de lo más lindas. Todos los animales del jardín la admiraban por su creatividad y cada vez que tejía una nueva tela iban a verla. Era un gran acontecimiento. »— ¡Venid, venid a ver la nueva telaraña! ¡Es extraordinaria!, la mejor de todas las que ha hecho hasta ahora. »Pero un día la araña se levantó muy cansada por la mañana. No sabía qué le pasaba. Las patas no la sostenían y no tenía fuerzas para fabricar más hilo.
Ante semejante tragedia fue a visitar al doctor escarabajo, que era una eminencia en toda clase de dolencias y males, y tenía la consulta en la maceta de las hortensias. Después de examinarla con mucho cuidado y con toda minuciosidad, dijo: »
—Eso no tiene buena pinta. Voy a sacarte un poco de sangre para hacer un análisis. —Después, el doctor añadió—:
- Ven a verme dentro de siete días y te daré el resultado. »Al cabo de una semana la araña volvió a la consulta del escarabajo, que, con cara de preocupación, le dijo: »
—Tienes anemia. »
—Y eso, ¿qué es? –preguntó la araña, asustada. »
—Pues que le falta hierro. La carencia de este mineral no supone ningún peligro para la vida de los artrópodos, pero ten cuidado con la posología: tomarás una pastilla los días pares y medios los días impares. Y eso durante un mes. Si tomas demasiadas pastillas te saldrán manchas rojas en el abdomen y empezarás a oxidarte. Si tomas pocas u olvidas alguna toma te caerán las patas, una a una. »
— ¡Eso es terrible! —exclamó, asustada, la araña. »
—Si sigues mis instrucciones, en treinta días te recuperarás y volverás a estar en plena forma. »La araña cumplió al pie de la letra todo lo que le mandó el doctor escarabajo.»
— ¿Y qué pasó después? —pregunté, curioso.
—Pues que la araña se recuperó y sus obras de arte continuaron despertando la admiración de todos los habitantes del jardín.
Un día mi abuelo me llamó por teléfono, muy emocionado.
— ¡Ven, Martín!, ¡date prisa! Hay algo que quiero enseñarte.
Fui corriendo a su casa. En mi trozo de tierra, un pequeño brote comenzaba a sacar la nariz y a ver el mundo. Abracé a mi abuelo, estaba muy contento.
Día tras día mi rosal fue creciendo, buscando la luz del sol. A finales de diciembre, aprovechando las vacaciones navideñas, lo podamos.
Día tras día mi rosal fue creciendo, buscando la luz del sol. A finales de diciembre, aprovechando las vacaciones navideñas, lo podamos.
Había crecido bastante, pero aún no tenía ninguna rosa.
—No seas tan impaciente, Martín. Todo requiere su tiempo.
—Sí, ya, pero… ¡Ay! ¡Me he pinchado el dedo!
—Tienes que ir con cuidado. El rosal da unas flores preciosas, pero si no vigilas puedes pincharte y hacerte daño. Es como la vida —añadió mi abuelo, que de pronto se puso serio—, tiene momentos buenos y maravillosos pero tiene otros tristes y dolorosos.
Desde hacía algún tiempo mi abuelo no se encontraba muy bien. Se cansaba mucho y se olvidaba de las cosas. Entonces bromeaba y decía:
-« ¡Ay, esta cabeza de alcornoque que ya no sirve!»
A menudo me pedía que le ayudara a llevar la carretilla con la tierra y que regase las plantas.
—Quizá te falta hierro, como a la araña del cuento –decía yo entonces.
—Tal vez sea eso –contestaba él, no muy convencido.
Continuará …
Maria Àngels Gil Vila
El jardín de mi abuelo Barcelona
Bellaterra, 2007 Texto adaptado